HISTORIA DE UNA CUCARACHA (Carmen Gil, editorial Cuento de Luz)
Anastasia era una cucaracha que soñaba con ser aceptada y convertirse en famosa e importante, como sus parientes lejanos los escarabajos egipcios, unos insectos sagrados que eran tratados a cuerpo de rey. Aunque parezca increíble, en otra vida Anastasia fue princesa, gracias a los movimientos de varita mágica del hada Brunilda, empeñada en hacer el bien a diestro y siniestro. Pero, tras vivir emocionantes aventuras, comprendió que lo de ser una cucaracha normal y corriente no estaba tan mal. Sobre todo cuando, movida por su enorme corazón, fue capaz de salvar la vida de una familia enterita de seres humanos, ¡y sin despeinarse un pelo! ¿Qué premio le tenía preparado el hada Brunilda por su generosa acción? Divertida historia que trata sobre la aceptación de uno mismo y la solidaridad, escrita con gran sentido del humor y que, en cuanto terminemos de leerla, nos hará ver a las cucarachas con otros ojos…
Me llamo Anastasia y soy una cucaracha. Como a todas las de mi especie desde hace trescientos millones de años, me gusta vivir en lugares calentitos y seguros. Yo, particularmente, prefiero las grietas de los zócalos del salón, los huecos en los armarios de la cocina o las tuberías del cuarto de baño. Pero no creáis que mi vida es fácil. ¡No! En mi largo año de existencia puedo llegar a tener hasta cuatrocientos hijos. Así que, como os podéis imaginar, me paso el día rodeada de cucarachitas y cucarachitos llorones a los que alimentar. Menos mal que, afortunadamente, se conforman con cualquier cosa. Lo mismo se zampan una bola de pelusa que una viruta de cartón.
Aunque tengo fama de noctámbula, soy una cucaracha formal y pacífica que no hace daño a nadie. No pico, como los mosquitos; no roo, como los ratones; tampoco molesto con mi canto ruidoso como la chicharra… Sin embargo, no sé por qué, los seres humanos me odian. Sí, si, me detestan. Por alguna razón misteriosa, cada vez que me ven, chillan, gritan, hacen aspavientos y, en la mayor parte de los casos, terminan intentando aplastarme. No es de extrañar que yo padezca escobafobia: un pánico terrible a las escobas. Claro que los hay que prefieren eliminarme de un zapatillazo o con uno de esos espráis que tanto miedo nos dan a las cucarachas domésticas. Pero bueno, después de todo, morir espachurrada es mejor que hacerlo hirviendo lentamente en el caldero de una bruja –a ellas les chifla echarnos a sus pociones─, o acabar frita en una sartén, como les ocurre a mis hermanas de países exóticos.